AQUELLA LLUVIA BUENA

Aquella lluvia buena de cuando yo era niño...
la mesa de camilla arrimada al balcón;
el brasero encendido; mi madre, en su costura.
Pegado a los cristales del balcón yo, llenándolos
de niebla con mi vaho
y escribiendo sobre ellos mi nombre muchas veces.
Me divertía la gente corriendo por la calle.
¡Qué gustito en los pies el brasero encendido!
 
Una melancolía todavía no estrenada
por mi se paseaba acera arriba, abajo,
esperando que yo cumpliera veinte años
y pensara qué triste la lluvia sobre el mundo,
qué dulcemente triste, qué mansamente triste.
qué hermosamente triste la lluvia sobre el mundo.
 
Un perro callejero cruzaba cabizbajo
metiéndose en los charcos.
Yo le hubiera querido dar el pan de mi cena
y haberlo calentado al amor del brasero.
Pero el perro ignoraba mi caridad de niño
y se perdía, lento, detrás de los cristales.
 
¡Qué gusto de la lluvia y de no ir al colegio
por culpa de la lluvia! Sobre la mesa, juegos,
revistas con bandidos, pájaros y diablos.
Mi madre remendando ropa blanca, muy blanca,
pero muy remendada; tanto que no podía
saber qué tela era la tela original.
Todo era un limpio, un blanco remiendo tras remiendo
y una conversacion sin voz entre los labios,
ella sabría con quién.
Puede que con mi padre que no tenía trabajo,
puede que con la Virgen pidiéndole trabajo,
o con la panadera que nos fiaba el pan.
Ella hablaba y hablaba, pero sólo se oían
el ruido de la lluvia, las chispas del brasero,
un golpe de tijeras y pasos en la calle.
 
-Mamá: hoy no ha venido el de las aceitunas.
-No ves que llueve, hijo...
-¿Te canto su pregón...?:
"Partías y alinás las aceitunaaaasss..."
¿Y el de los caracoles?:
"A perra gorda el cuartillo de caracoleeesss...!"
Y mi madre reía
Y llovía y llovía y seguía lloviendo
por las calles del mundo, por sus mudas palabras
y por mis alegrías.
 
Mi madre era lo mismo que son todas las madres;
como una mansa lluvia sobre nuestras cabezas;
sólo que ella tenía la lluvia por los ojos
y miraba tan dulce que parecía el cielo.
Eran sus ojos grandes y el cielo le cabía
holgadamente en ellos.
 
¡Ay, la lluvia! ¡Qué risa!
Una mujer rechoncha
se cayó sobre un charco, ¡pantorrillas al aire!
¡Ay, qué risa, qué risa!
 
Y el dolor en la casa.
Mi padre, en su taller, con un mundo perdido
entre clavos, martillos, garlopas y virutas,
y mi madre enfrascada en sus blancos remiendos,
en sus economías y en sus largos suspiros.
 
Y yo, junto al brasero, alegre por la lluvia
y de no ir al colegio por culpa de la lluvia,
y riendo, riendo, porque una mujer gorda,
¡pantorrillas al aire!, se cayó sobre un charco.
 
Hoy cae la misma lluvia, tierna, mansa, dulcísima.
¿Qué pensará la lluvia de aquellas risas mías?
Por mi balcón resbala y me mira a los ojos.
¿Ya no te ríes?, dice. Y me pongo a llorar.
 
Mientras, allá en el cielo y en su balcón glorioso,
mi madre pespuntea un celeste remiendo
en la capa de Dios.